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En las anhelantes locomotoras, iluminados por el resplandor de las calderas, entre humo,
rugidos, pedazos de hierro y carbón, pasan los maquinistas y los fogoneros como viejos lobos
de tierra. Engrasados musculosos como ejes o motores, llevan restos de humo sobre la frente,
y sobre la piel las huellas puras que el trabajo deja con sus cascos de caballo poderoso. Parecen
mineral incendiado, recorriendo la España leal de punta a punta heroicos y veloces bajo los
bombardeos enemigos. Sus músculos trepidan como las máquinas, y como a las máquinas no les importa
rodar sin descanso a través de estos días en que la libertad de España depende del esfuerzo de cada
español.
Nos enfrentamos en la estación de Baeza con algunos hijos del hierro. Trabajan agregados a dicha
estación cerca de ochocientos brazos, y con tal entusiasmo que los responsables de los distintos
servicios sólo se preocupan de ordenar y cuidar la enorme cantidad de energías que se emplean en
las faenas de explotación, tracción, vías y obras.
Las principales mercancías que emite la estación de Baeza son aceite, vino y esparto, y son
destinadas generalmente a Levante. El personal las trata con mucho cuidado, evitando así complicaciones
y averías, cosa que no sucedía cuando se trabajaba bajo la vigilancia inquisitorial de inspectores y
jefes de servicio. Los mismos ferroviarios me hacen notar la diferencia existente entre el jornal de
antes y el de ahora: hoy se percibe, como mínimo, un jornal de diez pesetas y ayer a duras penas se
pasaba de las cinco. Trabajan todos compenetrados, en armonía. Bajo el apremio y la ofensa de los
capataces anteriores, el trabajador rendía menos, falta del entusiasmo y la alegría que da comprobar
que las buenas labores son remuneradas y aplaudidas. Todos los esfuerzos dignos necesitan premio, y
los brazos, cuando se les violenta, decaen de su ánimo natural.
Hablo con el jefe de estación, Manuel Romero: un andaluz de los de solera. Pasamos ante vagones de
aceituna caliente al sol, que huele como el hombre cuando suda. Olor a hierro, a grasa, a carbonilla, a
vino reseco. Clama una sirena. Dos encendedores de máquinas, bigotudos y viejos, me ofrecen el pan que
comen bajo el mediodía. Parecen también, como los maquinistas y fogoneros, hijos del tren, cachos, miembros
del tren, como sus ruedas y cadenas. En los talleres de reservas, en los depósitos, están las máquinas
humeantes, paradas, que desahogan su ansia de correr, respirando monstruosamente por tubos y agujeros
como por un gran número de narices. De repente enmudecen, y el silencio se precipita sobre ellas. Mirándolas
pienso que con el tren un advenimiento de arcángeles, oscuros de cruzar túneles, desmelenados.
Doce veces ha sido bombardeada la estación de Baeza. Cerca de doscientas bombas han caído sobre ella arrancando
rieles y casas. Su pulso no ha sufrido alteración alguna, y cada uno de sus hombres se ha mantenido
siempre en su puesto. El personal de vías y obras, con un gesto magnífico, sereno, todavía los trimotores negros
sobre ellos, se han lanzado tras cada bombardeo a la reparación de los destrozos. Ninguno ha desertado de su
obligación, a pesar de que, hasta hace poco tiempo, no había donde refugiarse.
Los ferroviarios colaboran con todas sus fuerzas al lado del ejército del pueblo. En el campo enemigo
extraen a diario numeroso material, interrumpen vías, quitan tablones y vuelcan trenes. Su labor es
silenciosa, pero declara sin hablar los beneficios que nos hace. Los trenes blindados avanzan en sus manos
a destruir el fascismo en varios puntos de España. Detrás de inmensas mechas de humo sonríen los ferroviarios,
los hijos del hierro, a los hijos de nuestros soldados, que saludan desde el paso a nivel con el puño tendido.
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