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La pedregosa ciudad de Jaén, graciosa, lunar y solar a un tiempo, vivía de espaldas a la guerra
de su pueblo, de su patria, contra los que la invaden y la inundan con pólvora de traición y
asesinato. Los constantes diluvios de bombas de los trimotores italianos y alemanes no salpicaban
con sangre la cal de las paredes de Jaén que, en general, se recostaba al sol de sus balcones y sus
puertas y dejaba pasar la guerra, contemplándola como un espectáculo y comentándola como un
espectador. Escasos eran quienes daban importancia y crédito a los sucesos que se desarrollaban en
Madrid y en los demás frentes de lucha, y eran muchos los que disculpaban, y hasta aplaudían en lo
íntimo de su corazón, la criminal introducción del fascismo en España. Jaén tenía un corazón casi
sordo, casi ciego, casi insensible a las generosas oleadas de sangre que andaban desplegadas sobre el
solar hispano desde el 19 de julio de 1936.
Voy creyendo que para que un pueblo, un hombre, un español, sienta los sufrimientos de otro es preciso
que posea también sobre él las desgracias que al otro aquejan. Estoy viendo que el soldado más consciente,
con menos flaquezas y más capacidades, es quien más atropellado ha sido por la vida.
Digo que Jaén yacía indiferente a todo, dormido en un sueño blando de aceite local. Un día, como respuesta
a una victoria de nuestro Ejército sobre el suyo, Queipo de Llano manda, ahuecado y chulo como siempre,
sus arrasadores aeroplanos contra la dormida ciudad de Jaén, que se revuelve despavorida y ve de cerca, y
se convence de la violenta verdad, la obra del fascismo sobre sus criaturas. Jaén es bombardeada: la trilita
sacude y reviente hasta las piedras más profundas de la ciudad, y se derrumban las casas, y las mujeres madres
no saben en qué rincón meterse con sus hijos, y los muertos inocentes, los destrozados, son una sangrante cantidad
de cabezas, de brazos, de carne desconcertada. La cal y los ojos de Jaén se humedecen. Con cara de cadáveres ante
los espejos, aceituneros y barberos calculan en las barberías el número de víctimas; en la plaza se repite el
cálculo; en las calles de anda con tristeza y temor, y en el cementerio necesitan venganza a su inhumana muerte
niños, mujeres y ancianos que no había cometido otro delito que nacer y vivir.
¿Ha despertado ya Jaén de su modorra incrédula y moruna? Todas sus bocas llaman asesinos, y no se hartan de
llamarlos, a los que han cometido en su población un acto más de destrucción inútil. Pero yo veo que muchos de sus
hombres se conforman con gritar y se previenen contra otro posible bombardeo, yéndose a vivir debajo de los olivos.
Esta actitud estática, pasiva, fatalista y torpe exaspera al combatiente más templado. ¿Por qué no se ocupan esos
hombres en la construcción de refugios para sus hijos y esposas, o por qué no colaboran con los que llevan nueve
meses bajo la lluvia y las balas, conquistando la tierra que a todos nos quieren arrebatar? Hombres veo que, cuando
Jaén quedara completamente destruida, cuando no tuvieran un rincón donde meterse, ocuparían los nidos de los ratones
y allí se dejarían matar sin hacer otra cosa que lamentarse.
Jaén ha de despertar de un modo definitivo. La sangre que aún huele sobre las losas lo exige. Sus hombres han de combatir
al fascismo con el mismo empuje que los sevillanos, cordobeses y granadinos que luchan en los frentes de esta provincia.
Debe avergonzarles ser salvados por españoles de otros campos y no salvar ellos mismos su tierra. Y sus mujeres han de alzar
el puño crispado, colérico, cuando los trimotores negros venga a asesinarlas sobre la capital de la aceituna.
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